Se puso esa mañana los tacones altos
aunque no eran apropiados para ir a trabajar. Necesitaba sentirse más
alta, necesitaba escuchar cómo sonaban sus pasos. Que cada golpe de
tacón le diera fuerzas, le diera ánimos para avanzar. Para aparecer
firme y poderosa ante él, que le esperaba donde siempre, caminando
nervioso; dos pasitos hacia la izquierda, media vuelta, cuatro pasos
hacia allá. Cuando ella llegó le pilló de espaldas, y le vio
pequeño, insignificante, con los hombros encogidos, mirando al
suelo, contando absurdamente sus pasitos hacia delante y hacia atrás.
Nunca le había parecido tan poca cosa como aquella mañana. Viéndolo
así, daban ganas de marcharse, pero en lugar de eso le tocó el
hombro, le sonrió con todos los dientes, le cogió del brazo y así,
sonrientes, se fueron juntos a pasear.
(Elena)
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