He dejado de fumar. Mi tos tan profunda
y quejumbrosa como los recuerdos de las tardes en casa Pablo.
Fumábamos mucho. También hablábamos de literatura, de política;
parecía que podíamos arreglar el desorden humano con nuestras
impertinentes frases. Mi marido, mi gran compañero, quizás era el
más respetado. Hablaba con la voz de la experiencia, con la humildad
del que ha conocido la penuria de la condición humana. He dejado de
fumar por fin, de aspirar por la garganta el humo venenoso. He dejado
de escuchar a Pablo, de desearle, de recordarle, de aspirar sus
gestos, de admirar su figura recortada en el marco de la ventana
iluminada por el sol de la tarde. He dejado de fumar. Lo juro. Lo he
dejado.
(Mayo Belzuz)
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